Un líder político hace
unas declaraciones en la radio y afirma, rotundo, que las bases no se equivocan
nunca.
No sé por qué comencé a
darle vueltas; y pensé, ¿cómo se mide el acierto o desacierto de una decisión?
Porque, en la práctica, no es factible comparar los resultados de la
alternativa elegida con los hipotéticos efectos de la desechada.
No debería sorprenderme
esa afirmación, porque es ya realmente un tópico, un lugar común de las
declaraciones públicas. Quizá, pensé, era una manera educada de salir del paso
y de decir algo que siempre queda bien. Una frase de relleno, como tantas, como
el “buenas tardes” con el que saludamos aunque llueva y el tiempo sea horrible.
Pero, ¿de verdad lo
creemos? A diario repetimos comentarios edulcorados porque son convenientes,
porque sería escandaloso, impopular o peligroso plantear lo contrario o tan
siquiera cuestionarnos en voz alta la vigencia de esos valores asumidos.
Los líderes asturianos de Foro y PP en una de las escenas clave de su representación teatral |
Supongo que actuamos así
por comodidad, por demagogia también y porque, en el fondo, pensamos que la
gente no es –no somos- lo bastante lista como para entender ideas o situaciones
complejas. Lo hemos comprobado largamente en Asturias con la representación
teatral del acuerdo entre Foro y PP, en cartelera durante dos meses: sus
dirigentes nunca decían lo que realmente pasaba y pensaban, porque no confiaban
en la inteligencia y el sentido común de su electorado. En sus declaraciones
públicas alababan el hermoso traje pactado del emperador, pero todo el mundo
veíamos y sabíamos que el soberano iba desnudo.
Tanto mensaje vacío hace
que no escuchemos, porque en verdad no hay nada que escuchar. Si desde los
espacios públicos se nos habla como si fuéramos de entenderas cortas,
ignoraremos esa cháchara
pretenciosa y hueca. Si nos dicen lo que queda bien, lo creamos o no, lo
notaremos y daremos la espalda. Si alabamos un traje inexistente, damos la
medida de nuestra propia altura. Para variar, podemos probar a hablar como si
cada palabra valiera su peso en oro, empleándola solo cuando diga exactamente
lo que queremos decir, y no lo que queremos que escuchen.
Cuando proclamamos que el
pueblo o las bases nunca se equivocan, ¿es un dogma de fe para creyentes, como
la infalibilidad del Papa? Hasta donde la lógica me alcanza, todos los seres
humanos, uno por uno, nos confundimos. Es el riesgo que corremos en cada
elección. ¿Por qué lo asumimos en un individuo y, sin embargo, mantenemos como
un axioma que la suma de varios –las bases- siempre escoge bien? Yo creo que,
si nos replanteamos estos mandamientos nunca escritos, no cuestionamos ni
ponemos en peligro la democracia; al contrario, es una señal de madurez del
sistema aceptar tranquilamente que unas decisiones son más acertadas que otras;
comprender que a veces se confunden quienes tienen la responsabilidad de
elegir, sea con su voto anónimo o con su firma ministerial.
No podemos caer en la
mística de la infalibilidad popular porque, en el fondo y paradójicamente, es
dudar de la inteligencia popular. No se trata de acertar siempre; se trata, más
bien, de quién tiene la legitimidad y la competencia para decidir en cada caso:
las bases, el pueblo o la vicepresidenta. Y lo que las bases han querido puede
parecernos más o menos acertado, podremos estar más o menos de acuerdo, pero a
ellas les correspondía tomar esa decisión. Y eso es también la democracia.