miércoles, 19 de diciembre de 2012

EQUIVOCARSE


   Un líder político hace unas declaraciones en la radio y afirma, rotundo, que las bases no se equivocan nunca.
   No sé por qué comencé a darle vueltas; y pensé, ¿cómo se mide el acierto o desacierto de una decisión? Porque, en la práctica, no es factible comparar los resultados de la alternativa elegida con los hipotéticos efectos de la desechada.
   No debería sorprenderme esa afirmación, porque es ya realmente un tópico, un lugar común de las declaraciones públicas. Quizá, pensé, era una manera educada de salir del paso y de decir algo que siempre queda bien. Una frase de relleno, como tantas, como el “buenas tardes” con el que saludamos aunque llueva y el tiempo sea horrible.
   Pero, ¿de verdad lo creemos? A diario repetimos comentarios edulcorados porque son convenientes, porque sería escandaloso, impopular o peligroso plantear lo contrario o tan siquiera cuestionarnos en voz alta la vigencia de esos valores asumidos.
Los líderes asturianos de Foro y PP  en una de las escenas clave de su representación teatral
   Supongo que actuamos así por comodidad, por demagogia también y porque, en el fondo, pensamos que la gente no es –no somos- lo bastante lista como para entender ideas o situaciones complejas. Lo hemos comprobado largamente en Asturias con la representación teatral del acuerdo entre Foro y PP, en cartelera durante dos meses: sus dirigentes nunca decían lo que realmente pasaba y pensaban, porque no confiaban en la inteligencia y el sentido común de su electorado. En sus declaraciones públicas alababan el hermoso traje pactado del emperador, pero todo el mundo veíamos y sabíamos que el soberano iba desnudo.
   Tanto mensaje vacío hace que no escuchemos, porque en verdad no hay nada que escuchar. Si desde los espacios públicos se nos habla como si fuéramos de entenderas cortas, ignoraremos esa cháchara  pretenciosa y hueca. Si nos dicen lo que queda bien, lo creamos o no, lo notaremos y daremos la espalda. Si alabamos un traje inexistente, damos la medida de nuestra propia altura. Para variar, podemos probar a hablar como si cada palabra valiera su peso en oro, empleándola solo cuando diga exactamente lo que queremos decir, y no lo que queremos que escuchen.
   Cuando proclamamos que el pueblo o las bases nunca se equivocan, ¿es un dogma de fe para creyentes, como la infalibilidad del Papa? Hasta donde la lógica me alcanza, todos los seres humanos, uno por uno, nos confundimos. Es el riesgo que corremos en cada elección. ¿Por qué lo asumimos en un individuo y, sin embargo, mantenemos como un axioma que la suma de varios –las bases- siempre escoge bien? Yo creo que, si nos replanteamos estos mandamientos nunca escritos, no cuestionamos ni ponemos en peligro la democracia; al contrario, es una señal de madurez del sistema aceptar tranquilamente que unas decisiones son más acertadas que otras; comprender que a veces se confunden quienes tienen la responsabilidad de elegir, sea con su voto anónimo o con su firma ministerial.
   No podemos caer en la mística de la infalibilidad popular porque, en el fondo y paradójicamente, es dudar de la inteligencia popular. No se trata de acertar siempre; se trata, más bien, de quién tiene la legitimidad y la competencia para decidir en cada caso: las bases, el pueblo o la vicepresidenta. Y lo que las bases han querido puede parecernos más o menos acertado, podremos estar más o menos de acuerdo, pero a ellas les correspondía tomar esa decisión. Y eso es también la democracia.




LA MULA Y EL BUEY


   Benedicto XVI publica “La infancia de Jesús” y, recién presentada la obra, se ha desatado la polémica.
   El papa dice que no había mula ni buey en el portal de Belén y ya se han pronunciado desde los fabricantes de figuritas navideñas a las asociaciones belenistas. ¿Qué pasará, se preguntan, con las tradiciones, los villancicos, los pesebres y la imaginería catolica de los últimos siglos? Era una creencia inocente, dicen las personas más piadosas, ¿qué necesidad había de arremeter contra ella? Y las más irreverentes o descreídas comentan que es el signo de los tiempos y hasta el portal llegan los ERE y las reducciones de plantilla...
   Bromas aparte, lo cierto es que Ratzinger dice muchas más cosas: sitúa el nacimiento en un momento determinado de la historia (lamentablemente, en el año quince, y no en el cero como habríamos esperado); aventura que los Reyes Magos pudieron ser andaluces, traza la genealogía, ilustrísima, de Jesús y concreta el desarrollo histórico y geográfico de los hechos. Quizá porque escribe desde la fe, le resulta irrelevante que los datos conocidos contradigan su versión.
   El autor no se limita a construir un relato, más apoyado, eso sí, en la teología que en la documentación. Por momentos, se parece más al narrador omnisciente, al novelista clásico que conoce a sus personajes y nos dice lo que hacen y también lo que piensan y sienten: por ejemplo, que María era una mujer “valerosa, de gran generosidad”, que preparó “sin sensiblería” el nacimiento de su hijo. Ningún historiador riguroso se atrevería a hacer esas afirmaciones, ninguna persona razonable elevaría a rango de conclusiones lo que solo pueden ser suposiciones. Pero aquí hablamos de fe.
   Y, sin embargo, parece que molesta. Molesta, sobre todo, a quienes cuestionan estos días la oportunidad de este libro, más que un detalle u otro. Desde adentro y desde afuera de la iglesia, juzgan casi frívolo que el obispo de Roma se entretenga en estos asuntos menudos y pasados en vez de emplearse a fondo en afrontar problemas graves y urgentes de su grey y del mundo.
  Yo puedo entender el disgusto de la gente católica, pero no puedo estar de acuerdo con la laica, la más crítica en esta ocasión. De ninguna manera. Es más, creo que el líder de una religión tiene que hablar justamente de eso, de religión, de los evangelios y de las vidas de los santos. De lo que había o faltaba en el portal de Belén... ¿O preferimos que hable del matrimonio indisoluble, del pecado de la homosexualidad, del papel de la mujer en la sociedad o de los anticonceptivos? ¿Queremos que nos diga a quién votar en las elecciones o que nos cuente quién era María, cómo y dónde nació su hijo Jesús?
   Es mejor así, porque cuando el papa de Roma habla, sus palabras dan la vuelta al mundo o, al menos, a nuestro mundo. Cuando despliega su voluntad de imponer los valores y modelos de vida cristiana al conjunto de la sociedad, en España lo vemos transformarse en un formidable agitador, capaz de movilizar a las fuerzas vivas y a las masas, de conquistar las calles y los palacios, con un poder que extrañamente le otorgamos y que supera con creces al que ostenta y le corresponde.
    Lo resumía un amigo, con mucha inteligencia: “El jefe de una pequeña potencia extranjera que, además, es una dictadura... no deberíamos tenerlo en cuenta”. Pero lo cierto es que lo tenemos. Y, cuando por fin habla de Cristo, nos quejamos también... Es que no aprendemos.

domingo, 2 de diciembre de 2012

BARÇA, GUARDIOLA Y POESÍA



  El Barça vuelve a superar hoy sus propias marcas, rubricando el mejor comienzo de Liga de sus historia. Y, pese a todo, recuerdo lo que escribí hace unos meses, cuando Guardiola anunció su marcha. Era así:


ESPLENDOR EN LA HIERBA 

 Guardiola deja el Barça. Y, lo primero que se me viene a la cabeza, es “Esplendor en la hierba”, la película dirigida en 1961 por Elia Kazan y protagonizada por Warren Beatty y Natalie Wood. Es la historia de una joven pareja enamorada, de las presiones sociales y familiares que terminan por separarla; años después, vemos que sus vidas siguen caminos diferentes y resignados, que ninguno de los dos consiguió ni de lejos la felicidad y la plenitud que presintieron y a la que aspiraron juntos; es entonces cuando se encuentran y ambos son conscientes de que sólo les queda el consuelo melancólico de los versos de William Wordsworth que dan título a la película: “Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, / que entonces me deslumbraba; / aunque ya nada pueda devolver / la hora del esplendor en la hierba / de la gloria en las flores, / no hay que afligirse. / Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo.”

   La relación entre un viejo poeta romántico inglés, una película de Kazan -ganadora de un Oscar y con una Natalie Wood en el que muchos consideran su mejor papel- y un club de fútbol español va más allá del simple juego de palabras: es cierto que el Barça de Guardiola juega muy bien, que la elegancia y la inteligencia con la que se mueven los jugadores en la hierba del campo es, verdaderamente, espléndida. Pero hay mucho más.
Natalie Wood y Warren Beatty en Esplendor en la hierba
Porque a veces eso ocurre en los proyectos humanos; hay momentos redondos en las empresas, en núcleos familiares o sentimentales, en grupos de intelectuales o de artistas, en asociaciones o en clubes…; momentos en los que se combinan una serie de circunstancias internas y externas para que se alcance un estado dorado y cenital, una luminosidad especial e irrepetible.

  El Barça, el Real Madrid y, a veces, algún otro equipo español, se han alternado para ganar la liga, para jugar mejor que el resto; han estado en competiciones internacionales, han acogido  en sus equipos a primeras figuras del fútbol mundial y han aportado, a su vez, grandes nombres al repertorio de los clásicos y a los equipos de otros países. Así es el fútbol, nos dicen, hay ciclos; ningún equipo puede ganar siempre ni puede ganar todo. Y será cierto.

   Pero este Barça de Guardiola no sólo ha ganado, no solo ha conquistado más títulos que con cualquier otro entrenador; ganar también sabe el Madrid y lo seguirán repitiendo uno u otro. Este Barça ha hecho mucho más: ha cambiado la propia concepción del fútbol, ha reinventado el juego y ha obligado a sus rivales a entrar en ese nuevo planteamiento, aunque no sea más que para combatirlo: mejoraba el equipo blaugrana y, a la vez, hacía mejores a los rivales.

Y lo ha hecho con la cantera: con un entrenador, se ha dicho tantas veces, que fue recogepelotas con 12 años, culé desde la partida de nacimiento y jugador de la casa. Pero, además, era el técnico del filial y, no nos engañemos, a ese nivel el fútbol es clasista como la más rancia aristocracia: hay una élite de entrenadores de primerísimo nivel que es una lista cerrada como el Gotha y sólo quienes la integran tienen el privilegio de ir de uno a otro club, con resultados buenos o malos. Guardiola no estaba en esa élite y la decisión de elegirlo a él como sucesor de Rijkaard, lo hemos olvidado en cuatro años, causó estupor; parecía arriesgada y un poco suicida.

Guardiola, manteado por sus jugadores, en una imagen de ABC
   Guardiola es una persona de médula barcelonista, que privilegió la cantera en sus alineaciones; que impuso un fútbol coreográfico y talentoso, que gusta más cuanto más sabes; que tiene y retiene en sus filas al que todos consideran el mejor jugador del mundo, cierto, y sigue contando también con Eric Abidal; que aportó a la selección española, campeona por primera vez en un Mundial, bastante más que mucho en jugadores y estilo; que se presenta como una persona humilde y reflexiva –“el filósofo”, dice Ibrahimovic queriendo insultar-, pero lo percibimos como alguien inteligente y culto, que dignifica un deporte que no tiene por qué interesar solo a brutos monotemáticos.

   Pienso en Xavi o Puyol, deportistas con un recorrido a sus espaldas y a los que no quedan demasiados años en activo; que han levantado la copa del Mundial y tantas otras, que han vivido los mayores instantes de gloria que ningún futbolista español haya conocido. No vivirán ya nada igual: seguirán jugando muy bien, Tito Vilanova será excelente y el Barça volverá a ganar la liga unas veces sí y otras no, también sin ellos. Pero estos años fueron otra cosa, estos fueron los años del esplendor en la hierba. Y aunque ese puro destello de genio y talento que nos deslumbró no se llegue a repetir, nos consuela su recuerdo, como a Natalie Wood y Warren Beatty el de su amor; porque persistirán en la memoria la belleza y la fuerza deportiva de aquellos magníficos partidos de la era Guardiola.


PIEL DE TORO


   La península ibérica, decía el geógrafo griego Estrabón hace ya más de 2.000 años, parece una piel de toro. Y desde entonces, con esta costumbre que tenemos en España de ignorar a Portugal, nos hemos adueñado de la expresión de tal forma que la piel de toro y la propia península si me apuran son sinónimo de España.

   Con esa idea crecimos, repetida en la publicidad, en los medios de comunicación, en los libros de texto o en la literatura; la cantó el poeta Salvador Espriu y la evoca el gigantesco toro de Osborne que yergue sus 14 metros de altura, erigido en emblema patrio, por las carreteras de España.

   Pero la imagen me deja indiferente o, más bien, me produce un cierto desagrado. Me dice la razón que esa estampa debería estar firmemente arraigada en mi conciencia, pero no hay manera de que consiga emocionarme. Puede deberse, es cierto, a que en Asturias no sabemos muy bien para qué vale un toro, ahora que no sirven ni para cubrir a las vacas. Si hasta nos produce extrañeza que nos lleguen los extranjeros preguntando por los tablaos o los toros, porque para nosotros un encierro tiene más que ver con una forma de reivindicación laboral que con una suelta de animales por las calles.

   Pero también a que es un símbolo al que hemos cargado de tantas connotaciones belicosas que resulta bien difícil cogerle cariño: la sangre, la lucha, la muerte son las primeras palabras que asocias a la piel de toro. Y, si entramos ya de lleno en los tópicos, también podemos hablar de la bravura y la casta. Todo demasiado combativo, demasiado agresivo para mi gusto.

   Y, sin tener demasiados conocimientos de anatomía vacuna ni de geografía, pienso yo que la forma de la península ibérica se parecerá, igualmente, a una piel de vaca. Como lo escribió en griego, no sé exactamente qué habrá dicho Estrabón al respecto, pero todos los prohombres que lo sucedieron han obviado esa posibilidad -y digo prohombres porque es lo que hay, igual que no hay madres de la iglesia ni de la Constitución-.

   Es una lástima que nunca hayamos explorado esa posibilidad, porque una vaca ya es otra cosa, ya podemos identificarnos con ella. Para los niños y niñas occidentales, que se siguen criando con la recomendación estricta de consumir al menos medio litro de leche al día, la vaca es la fuente nutricia cuya leche sustituye a la del pecho materno. Frente al toro salvaje, la vaca es doméstica; frente al macho bravío, ella es mansa; frente a la silueta lejana e imponente de Osborne, la vaca es cercana y cálida; frente a la piel de toro ensangrentada y desgarrada de Espriu, la dulce Cordera de Clarín es la vaca amada y casera.

   A veces, me cuesta trabajo ser española. Nos cuesta, ya lo hemos hablado en este mismo foro, identificarnos con una bandera que todavía parece que no nos envuelve a todo el mundo por igual. Nos cuesta hablar de España así, con esas letras, porque en ellas se encierra más sufrimiento y más muerte de los que podemos soportar. Se necesitan tiempo y aciertos colectivos, es verdad; pero quizá necesitemos también poner al día nuestros símbolos, ajustarlos a nuestros valores actuales. Y, hoy por hoy, en medio de tanto miedo y tanto dolor, yo prefiero imaginarme mi país como una piel de vaca en la que me pueda sentir cálidamente abrigada.

SEXO, ALCOHOL Y OTRAS DROGAS




foto La Voz de Asturias
   Hablamos de alcohol. Asturias, como en el poema de Pedro Garfias que tan bien cantó Víctor Manuel, está “sola en mitad de la tierra”; sola y equivocada, al parecer, porque es la única comunidad que permite la venta de alcohol a mayores de 16 años.

   Es un asunto complejo, donde están en juego muy distintos factores: sanitarios, sociales, educativos o ya casi de seguridad pública: los efectos dañinos del alcohol a edades tempranas, incluso en pequeñas cantidades; su consumo asociado al del tabaco y otras drogas; su relación también con prácticas sexuales de riesgo; los modelos de ocio juvenil, como el botellón, y la falta de expectativas o de alternativas; rendimiento escolar, accidentes de tráfico...

   Y, sobrevolando todas estas razones, hay otra que lo impregna todo: el miedo de los adultos –de los padres y madres-, que queremos mantener a salvo a nuestros adolescentes. Recordamos cómo éramos a su edad y qué errores cometimos y eso pesa en nuestras opiniones y propuestas actuales.

¿Hay que cambiar la norma asturiana? O, por qué no, ¿habría que prohibir el alcohol en España hasta los 21 años, como en otros países? No lo sé. Pero si sé que en este debate acostumbramos a mezclar diferentes ideas y problemas de manera demagógica. Por ejemplo: mucha gente defiende elevar en Asturias la edad de los 16 a los 18 años, y lo hace con dos argumentos fundamentales: porque así es la norma en toda España (se me escapa qué tipo de razonamiento constituye ni qué aporta al debate) y porque las calles están llenas de niños y niñas de 13 años que participan en botellones o que se inician en el alcohol ya en Primaria. Es un dato terrible, estoy de acuerdo, pero a quien bebe con 13 años no le afecta que sea legal con 16 o 18; y lo sabemos. Cambiar la ley no soluciona ese problema, sólo deja nuestras conciencias tranquilas porque creemos que estamos haciendo algo.

   Otra confusión: tratamos de igual modo realidades desiguales. Hablamos a nuestros hijos e hijas –en los institutos, en las casas o los medios de comunicación- de los peligros del alcohol, el tabaco, las drogas ilegales... todo en el mismo saco, como si fuera lo mismo una cosa que otra. Y son asuntos diferentes: una persona fumadora tiene un problema adictivo y sanitario; una persona alcohólica, tiene además un problema personal, social, laboral...

   Pero, dicho esto, es posible beber sin ser bebedor, pero no es fácil fumar sin ser fumador. No creo que queramos una Ley Seca ni una sociedad libre de alcohol; queremos –o quiero- que nuestros hijos e hijas aprendan a beber de manera responsable, que aprendan cuándo –a qué edad y en qué momento-, cómo y cuánto. Me gustaría que pudieran disfrutar, en su futuro adulto, del sabor de un vaso de vino o de unos culinos de sidra, pero no querría que aprendieran a disfrutar de un cigarrillo, ni de una raya de coca ni de una pastilla de diseño. Porque son drogas distintas –del alcohol y entre sí- y su consumo tiene implicaciones  y consecuencias diferentes.
foto La Voz de Asturias

   Quizá estamos confundiendo a nuestra juventud con este discurso negativo donde todo es igualmente malo y prohibido. La doctrina vaticana recomienda, respecto al sexo, la abstención como el mejor y único medio para combatir el contagio de enfermedades o los embarazos no deseados. A veces, en este asunto del alcohol, me parece que somos como el Papa: consumo cero y abstención. Y con los mismos resultados.

viernes, 21 de septiembre de 2012

VIOLENCIA


   A finales de los años 50, el profesor y arquitecto Bonaventura Bassegoda, una autoridad en Cimientos Profundos, siempre comenzaba sus clases con un buenos días para indicar, a continuación, los años, meses y días exactos que su hija llevaba muerta. Joan Margarit, antiguo alumno suyo en Barcelona, nos cuenta que él y sus compañeros tenían entonces apenas veinte años y que jamás ninguno sonrió siquiera ante aquella muestra de desolación. Medio siglo después, en su libro “Joana”, Margarit piensa en ese profesor cuando él mismo es “una amarga sombra suya / porque mi hija, ahora hace dos meses / tres días y seis horas / que tiene sus profundos cimientos en la muerte.”
Joan Margarit

   ¿Cómo sobrevivir a la muerte de los hijos? Ruth Ortiz, como antes hicieran Bassegoda y Margarit, recorre ahora un territorio que a cualquier persona le espanta tan solo imaginar. Pero, en su caso, el dolor tiene que ser mayor –si tal cosa es posible-, porque no fueron la enfermedad ni la fatalidad las que terminaron con la vida de sus pequeños. Todo apunta a que fue su marido el que, como castigo por la separación, quiso causarle a su esposa el más grande de los daños posibles. Y ese daño no es la muerte –un visto y no visto-, sino la amargura y la tristeza diarias, sufridas hora tras hora. Para este padre, según se desprende de la investigación policial, sus niños no eran dos personas amadas, carne de su carne; no eran ni siquiera personas, tan solo un objeto, un instrumento de venganza, útiles para torturar a la madre. Cuánta razón tiene Ruth Ortiz cuando afirma que sus hijos –Ruth y José- son solo suyos, porque nunca tuvieron padre…

   Pese a todo, queremos creer en la bondad humana, en la naturaleza básicamente buena del ser humano. Nos empeñamos, pero no es fácil si repasamos desde los pequeños actos mezquinos y crueles de la vida diaria a las guerras o los genocidios. O si pensamos en crímenes como los que se atribuyen a José Bretón, donde sólo podemos ver una maldad sin fisuras, una voluntad de destrucción a cualquier precio, por encima de cualquier mínimo sentimiento de afecto, cualquier pensamiento ético o cualquier instinto protector.

   La desaparición de los pequeños Ruth y José sacudió a toda la sociedad. Primero, porque toca uno de los terrores profundos de cualquier persona adulta, el de perder a un hijo o una hija, más desgarrador cuanto más pequeños y vulnerables. Y, en segundo lugar, porque todos los indicios señalan al padre y esa posibilidad desbarata creencias muy firmes, trastorna un principio básico sobre el que se organiza la sociedad y la propia supervivencia de la especie.

   Pero estos días leemos también que han muerto ahogados un padre y su hijo, el primero intentado salvar al segundo; y hemos sabido que, de las doce personas asesinadas en Colorado en el estreno de Batman, al menos tres murieron protegiendo con sus cuerpos a sus seres queridos... En estos y otros casos similares comprobamos que, en esos segundos de pánico y confusión ante un peligro mortal, prevaleció la voluntad de protección frente al instinto de conservación. Como si fuera una balanza, las personas necesitamos equilibrar la maldad y la infamia que acabaron con la vida de Ruth y José con estos actos de generosidad. Necesitamos seguir confiando en el ser humano, aunque quizá a esta madre nada de esto la pueda reconfortar. Quizá a Ruth Ortiz sólo la calme saber lo mucho que los ama y que ya no conocerán sus hijos ni un solo instante de desamparo en compañía de ese padre. También nos lo decía Joan Margarit: “Por débil y pequeña que en la noche / llegue a ser la ventana iluminada, / este es mi consuelo: / no habrá más desamparo ya que el mío”

UN PREMIO REPETIDO


   No voy a comentar siquiera el hecho de que, entre los 26 premiados con el Príncipe de Asturias de los Deportes, sólo haya 5 mujeres. La Fundación no es responsable de estos “resultados deportivos”, pero sí el Jurado –los hombres y las mujeres que lo componen-  y debería dedicar unos minutos a estos datos y compararlos, por ejemplo, con los obtenidos por España en las últimas olimpiadas: 11 medallas de las deportistas frente a las 6 de sus compañeros. No parece que haya una correspondencia, ni un mínimo equilibrio, entre los resultados reales –las competiciones- y el reconocimiento y prestigio social –los diversos premios o los contratos millonarios-.

   Es ya un lugar común reconocer la buena labor de la Fundación Príncipe de Asturias. Como asturiana y ciudadana de Oviedo, me gusta todo lo que nos aporta en proyección, visibilidad y renombre internacionales. De hecho, estos premios alcanzaron tal prestigio que podrían ya atreverse a galardonar a personas valiosas por sí mismas, sean o no famosas o mediáticas. Un proyecto que nace no se consagra con premiados anónimos, por más solventes que sean, incapaces de congregar alrededor a más de un fotógrafo; pero los Premios Príncipe ya han pasado ese momento inicial y, si bien no tienen que apostar por nombres de bajo perfil público –ni mucho menos, seamos realistas-, sí que han de eludir el recurso fácil a la popularidad.

   El Premio de los Deportes ejemplifica a la perfección estos riesgos. Porque a menudo reconoce a los ya archirreconocidos –los hombres más famosos- o porque se deja arrastrar por la pasión de la última competición y elige a deportistas –como ocurrió con Alonso en 2005- en un momento de gloria, pero no en uno de madurez o trayectoria consolidada. Y, para intentar arreglarlo, en 2007 recae el galardón en Schumacher, este sí el rey y heptacampeón de la Fómula I, con lo que el resultado es mucho coche en poco tiempo, por una parte,  y numerosas disciplinas deportivas ausentes, por la otra.

   En fin, que en 2010 la selección española de fútbol recibió el Premio Príncipe de los Deportes y ya acudieron Casillas y Xavi al teatro Campoamor, así que la noticia de este año parece un “deja vu”. ¿Por qué les hacen ese dudoso favor a ellos y no, por ejemplo, a Puyol y Raul, también de equipos rivales? ¿O a Villa, Cazorla y Mata, asturianos los tres? ¿O a Cristiano Ronaldo, que está triste? Si Casillas y Xavi son sensatos, y lo parecen, pensarán que este premio es inoportuno y que casi les resta más que les suma.

   Me gusta el deporte, admiro a Alonso, Casillas y Xavi. Pero no hay que abusar y, sobre todo, no hay que pasarse tanto con el fútbol. Dice John Carlin que es algo grande y se disfruta más de un buen partido que de casi cualquier otra cosa en la vida, y mucha gente estará de acuerdo. Pero hay muchos deportes y muchas deportistas en los que el Jurado debería pensar antes de repetir y conceder, por segunda vez, el mismo premio a los mismos jugadores.